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Me gustan los restaurantes que prohíben hacer fotos a los platos. No recuerdo ninguno, pero me gusta pensar que los hay: reservado el derecho de admisión, especialmente a influencers. La vida sería mucho más fácil si Steve Jobs no hubiera nacido. Eso de hacer una pantalla como la palma de una mano fue el principio del fin. Ya ni les cuento lo de meter tantas canciones en el bichejo, tener tres cámaras y flash, o lo de consultarlo de forma compulsiva por si hubiera otro guatsap. Ha creado más adictos que el tratado sobre drogas de Escohotado.
Tengo un amigo que está camino del exilio, nos quedan una o dos comidas a lo sumo. Cada vez que nos vemos, siempre sobre un mantel pues es la mejor manera de verse con amigos, utiliza el móvil tantas veces como platos llegan a la mesa. Lo peor, para él y para mí, es que trata de hacer una foto al plato llegando irremediablemente tarde porque me adelanto rompiendo con la cuchara o el tenedor la escena que pretendía inmortalizar. ¡No, no, ay, no, espera!—me dice tras el primer bocado. —¿Es postureo? le pregunto masticando —No, macho, es para conseguir más seguidores. Pero, entonces ¿por qué no vienes a comer tú sólo? Nadie te fastidiaría las fotos. Ya, pero es muy caro —me dice. En eso coincidimos: comer fuera de casa se ha convertido en un lujo inflacionista al alcance de muy pocos —Pues sí me vas a dar el coñazo cada vez que quiero comer un poco, deberías pagar tú — me defiendo. Así, plato tras plato incluyendo el postre. Entre medias, se dedica a editar y subir las fotos para sus redes sociales, por aquello de las mejores horas para actualizar el contenido, que según sus estimaciones, coincide mientras estamos comiendo. Unas para Instagram, otras para Twitter, y ahora se trabaja también los vídeos cortos para Tiktok; no quiere dejarse fuera ninguna de las franjas de seguidores potenciales. Comer con él se ha convertido en un calvario del que busco redimir mis pecados, que suelen estar relacionados con lo que me divierte arruinarle su faceta de “foodie” o crítico gastronómico digital.
Es cierto que este tipo de contenidos, vamos, las fotos de los platos, dan una visibilidad enorme a restaurantes que están peleando por entrar en el ciclo oficial. El boca a boca viene sustituyéndose por este tipo de placas que permite el conocimiento en, y para cualquier parte del mundo. Pero ahí, por mucho bien que haga al hostelero, viene otro de los problemas. En cuánto te quieres dar cuenta, ya se ha convertido en una estrella que no puede permitirse el lujo de darte mesa, reservar a meses vista, y un notable incremento en el precio de la anchoa. Así que, por favor, cocineros que amáis el producto y el trabajo delicado: cuándo veíais a un tipo que desde la puerta comienza su conexión en tiempo real con el ciber espacio del metaverso, denle un tortazo y que vuelva otro día sin móvil, sin pretensiones, sin esa costumbre casposa de no querer disfrutar del momento religioso, del ritual del bocado, del disfrute de los elementos y, sobre todo, impidan que arruine la comida al amigo que paga a pachas, tan solo por querer vivir en el mundo de los corazones rojos antes que en el de la amistad, el mantel que pesa, la servilleta de hilo, y el tiempo muerto por delante cuando uno se dispone a comerse los platos que te hacen llorar de felicidad. No sólo está en juego su gremio, sino también la amistad añeja con un amigo que se ha perdido en los poblados de las redes sociales.
¿Dónde quedaron los críticos de siempre? Parece que después del éxito y la irrupción (o intrusismo) de los influencers en los restaurantes, los que firmaban ascensos o súbitas ejecuciones en los lugares de moda, apenas tienen eco en este nuevo mundo que se rige en la pantalla del teléfono. Me imagino que quedan referentes, ya sea la guía Michelin o la aún más respetada Macarfi, que no conlleva obligar a los camareros a ponerse un delantal diseñado por no sé qué marca de lujo para que todos vayan así de guapos. Conozco un caso en norteña, en Puente de San Miguel, de un restaurante exquisito donde pararon los temidos adjudicatarios de las estrellas Michelin, y tras descubrirse como tal, pues estuvieron callados probando los platos hasta la cuenta, pidieron audiencia con la propietaria y cocinera del sitio. Después de alabarle las albóndigas de merluza, los filetes rusos y los postres, le dijeron que había sido seleccionada para recibir una estrella del magnánimo neumático. —Lo único dijeron— es la decoración del sitio y los uniformes del personal. Estos cuadros son horrendos y no pegan con el ambiente que debería tener un local poseedor de tamaña distinción— No calcularon bien, puesto que las pinturas las había realizado el marido fallecido de la dueña. Así que ésta, enfurecida, les mandó a paseo y les dijo que se metieran la estrella por la púa que más les doliese. —Y de los uniformes ni hablamos, aquí cocino, ¡esto no es la pasarela Cibeles!—
Y ahí sigue intacto, como siempre, al pie de la carretera y sin vistas bucólicas porque la gente va a comer lo que le gusta y conoce. No gastan sopletes, ni delantales con logotipo, ni tiene una somelier que te «invita” a tomar un vino dulce con la tarta de queso para pegarte un sablazo en la cuenta final. Es una pena que mi amigo no lo vaya a conocer.
Por Alfonso Javier Ussía