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Unir cócteles y platos ha sido siempre un debate infructuoso. La coctelería siente que es el momento de aliarse de una vez por todas con el restaurante para ser aceptado en el entorno gastronómico, por lo que cada vez se atreve más a romper los clichés del maridaje al uso.
Uno de los mantras de la coctelería es que su futuro no está en la barra sino en la mesa. El auge de este tipo de bares especializados -sea nueva edad dorada o la moda que toca- podría por fin empoderar a los profesionales de las mezclas para redirigir su propio destino. La confianza que da salir tanto en los papeles -no en la tele, territorio todavía vetado- como en las listas mediáticas les anima a seguir avanzando en su eclosión empresarial. A pesar de ello, algunos tardan en constatar la única verdad: lo importante no deja de ser cuadrar cifras gracias al favor de un público todavía minoritario.
Ahora los bármanes -perdón, bartenders, ya lo dicen los Pantomima Full- no es que quieran ser los nuevos chefs -alguno de esos hay, la parodia a veces toma tintes de documental-, es que se han cansado de ser vistos, o no vistos, en la retaguardia. Al ir a Zalacaín, la barra era un preámbulo o epílogo testimonial. El que ahí oficiaba no podía aspirar a mayor protagonismo. Zalacaín seguirá igual, pero hoy los bartenders son orgullosos. Hacen bien.
Si muchos cocineros tomaron las barras con sus conceptos casual para comer con las manos, ¿por qué no van a querer ellos romper su propia frontera y desfragmentar el bar? No hablamos del papel en el restaurante de una barra de cócteles ejemplar como la de Saddle, o la menos publicitada pero sorprendentemente cumplidora de Ugo Chan. Muchos cocteleros ya no quieren limitarse a su espacio tradicional. Pero sólo los que entendieron desde el principio que antes del quimicefa tecnoemocional las suyas no son sino simples técnicas culinarias, conseguirán romper el techo de cristal y mirar a los ojitos a sus admirados dioses estrellados. Aun así, lo tendrán difícil.
No falla, sobre el mantel el asunto del maridaje con cócteles sigue saliendo en la conversación. ¿Realmente tiene cabida en la experiencia? Hemos asistido en el pasado a todo tipo de intentonas con resultados que no pasaban de ejercicios pueriles. En la mayoría, el bartender de turno se plegaba al mandato del chef con timidez. Casi hasta hacía bien en no molestar, pero lo malo es que el juego no funcionaba. A lo mejor unas fabes y un combinado con burbujas hasta arriba de hielo a mayor gloria de la marca que pagaba el sarao. Si no, sucesión de pelotazos en un menú degustación hasta tumbar al personal. No había más interés, al final la anécdota no daba para competir con el vino.
Por fortuna, ya hay ejemplos de que esa obsesión por introducir otras bases alcohólicas en la velada gastronómica se puede resolver con más gracia y conocimiento. Esther Merino, una mente libre en conexión con disciplinas como la antropología, lo demostró en Alchemist desde su laboratorio i+d. ¿Un destilado de orejas de conejo con notas oxidativas y cítricas? Al grito de hacer de lo desconocido algo familiar, ella pasa de la extravagancia a la curiosidad. Carles Bonnin hace lo propio con los licores artesanos, y netamente gastronómicos como el de judía verde, que produce en La Destilateca para Disfrutar, Aponiente o DiverXO. El mismo David Muñoz sabe utilizar la palanca del cóctel como nadie, en su caso a favor de los contrastes y los potenciadores de sabor. Menudo tándem montó con el bartender Carlos Moreno en el primer StreetXO. Disfrutemos hoy del Dry Martini “Gilda” y del Negroni Andaluz de RavioXO. Los Roca tienen su línea de bebidas (fermentados y bitters). El Basque Culinary Center, una nueva división líquida. Pues eso, algo pasa.
Un cóctel puede convivir con el vino, marcar el aperitivo, intercalarse entre platos. No necesita limitarse a la sobremesa. Las nuevas armonías bajan la graduación -también en muchos bares, para desgracia de los puristas del buen beber-, dialogan con la cocina para limpiar o alargar, se valen de su despensa y logran que el trabajo brille por separado y en conjunto hasta lograr el fin último: 1+1=3.
Entretanto, unos y otros parecen encontrarse más que nunca. Hoy es habitual que los destilados más premium y lujosos se presenten en restaurantes de prestigio. Asadores o japoneses, da lo mismo, pues los bares siguen sin ofrecer tanto caché. Así la cata se acompaña de pases sólidos de la casa anfitriona para que la convocatoria resulte más tentadora.
El camino inverso se da precisamente en las coctelerías. Salmon Guru no concibe la comanda de tragos sin su ración de bocados cocinados por el equipo de Víctor Camargo. Angelita, con toda su trasgresión conceptual, es fiel a sus raíces de campo y, al fin y al cabo, se aprovecha de ser un restaurante. Y un puñado de bares se apuntan al desarrollo de omakases para dar y darse vidilla. Por Isa Restaurant & Cocktail Bar, el bar del Four Seasons donde también se come, han pasado muchos. Juan Valls, líder de El Niño Perdido de Valladolid y todo un cocinillas, se atrevió una noche a sofisticar con sentimiento la parte más recia de la culinaria castellana. Borja Insa y Cristian Palacio mostraron el hermanamiento maño entre Moonlight Experimental Bar y Gente Rara. Y Sala de Personal no para de revelar con destreza el trasvase del paisaje mallorquín y el mercado a la copa y al plato.
Es construir puentes entre modelos de trabajo para emparejarse con naturalidad desacomplejada. Lo hizo también Libé Unique Cocktails, el proyecto de bebidas de Miguel Ángel Jiménez, con sus menús estacionales a partir de metodología propia, y lo sigue haciendo, con el restaurante guatemalteco Diacá cuando vino a Madrid, o con cualquiera que hable su lenguaje de producto raw. El food pairing puede dejar de dar pereza.
El peligro es que de tanto seguir las huellas del chef llegue el bartender a perder su propio camino. Esta ola gastronómica no debería nunca sustituir la magia del cóctel, digamos, en sí mismo. Un par de sorbos y unos cacahuetes al lado. Caeríamos si no en un clima de confusión o, como expresaría mejor François Monti, en la tiranía de lo interesante, con abuso de maquinaria (rotavaps sin nadie al volante) y exhibicionismo técnico pero desalmado, un tipo de ridículo que suena, y sabe, nuevamente a (auto)parodia.
Por Miguel Angel Palomo